Todos quedaron
muy sorprendidos de su petición, pero el Rey no podía negárselo y decidió que
en el plazo máximo de un mes estaría todo dispuesto para su partida.
Todo ese mes lo pasó Alafer escogiendo
el personal de su Corte, ejército y sirvientes.
Llegó el día de su partida y el Rey
se despidió de Alafer con lágrimas en los ojos, prometiendo la princesa que
volvería si la necesitaba y que estarían en continuo contacto.
Cuando llegó, Alafer lo primero que
hizo fue dictar bandos invitando a todos sus súbditos a participar en las
fiestas que había programado para festejar su llegada.
El tiempo pasaba y Alafer ayudada
por un Consejero de confianza gobernaba bastante bien y era muy querida por su
pueblo. El Rey que estaba al corriente de todo se sentía muy orgulloso de su
hija.
Pero llegó un día en que su Consejero
sobornado por el Jefe del ejército empezó a cobrar tributos abusivos al pueblo,
con la intención de enriquecerse a sus espaldas.
Lógicamente cobraban los tributos en
nombre de la princesa y al que no podía pagar le castigaban duramente.
El pueblo que amaba a su princesa
empezó a volverse contra ella, hasta que se sublevó.
La princesa, al fin enterada de
todo, no podía aplacar la sublevación por lo que tuvo que pedir ayuda a su
padre.
El Rey al frente de su ejército
partió en ayuda de su hija y en poco tiempo todo estuvo en orden.
Así aprendió Alafer que no se podía
fiar de cualquiera y desde entonces escogió mejor a su personal de confianza.
Años más tarde el Rey abdicó en
ella, pasando a gobernar todo su inmenso reino, siendo siempre justa y
bondadosa.
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